La figura de José Luis Cano no se entiende sin asociarla a la de grandes maestros de la lírica y la narrativa española. El poeta no descuidó su producción poética propia, pero también ofreció su genio creador a sus compañeros juntaletras, de quienes escribió antologías y biografías para recopilar y poner en valor sus aportaciones a la literatura nacional.
Especial mención merece su trabajo como biógrafo de Federico García Lorca y Antonio Machado, así como el diario 'Los cuadernos de Velintonia', un homenaje a su íntimo amigo Vicente Aleixandre. Precisamente, salvar la casa del Nobel de Literatura y reconvertirla en en un centro de documentación y estudio de la poesía patria del siglo XX se convirtió en la obsesión de sus últimos años. No podía consentir que un santuario poético cuyas paredes se empaparon de los versos de Luis Cernuda, Pablo Neruda, Gerardo Diego o Jorgue Guillén se condenara al olvido, pero sus dolencias lo dejaron sin tiempo continuar la lucha.
No era la primera vez que alzaba la voz para defender la literatura. Ya había hecho lo propio en otro tiempo mucho más convulso. Y es que si por algo se recuerda a este gaditano que desarrolló su carrera en Madrid es por haber afrontado una incansable tarea divulgativa de las obras de la Generación del 27 y la producción cultural de la República durante la dictadura franquista.
No escatimó en medios en su propósito y en pro del mismo fundó la revista Ínsula junto a Enrique Canito en 1947, una publicación que pronto se convertiría en lectura ineludible para los amantes de las letras. Además, durante más de veinte años drigió la distinguida colección 'Adonais' de poesía. En definitiva, una vida entregada a reconocer la valía de los demás a todo volúmen mientras en silencio escribía 'Sonetos de la bahía' (1942) 'Voz de la muerte' (1945) o 'Luz del tiempo' (1962).