Era 1936 y la Guerra Civil acababa de estallar. Un 19 de septiembre de ese año, el que fue y era en esa fecha presidente de la República, Manuel Azaña, decidió firmar un decreto para nombrar director del Museo del Prado a Pablo Ruiz Picasso, quien debía de ser el más indicado para dirigirlo por sus condiciones.
Picasso aceptó encantado el nombramiento, pero nunca ejerció realmente como director de la entidad, ni tan solo llegó a tomar posesión de su cargo. El pintor idolatraba las pinturas que allí estaban colgadas y adoraba sus autores. Sin embargo, pese al papel de defensor de aquellos Velázquez, Goya o El greco, Picasso continuó viviendo en París pese a la brevedad con la que se le pedía su incorporación.
París era su refugio, pero en innumerables ocasiones, Pablo Picasso actuó como embajador de la cultura española en el extranjero y en otras ocasiones, hasta tuvo que sacar del museo varias obras emblemáticas para ponerlas a salvo de las bombas.
En cualquier caso, nominalmente sobre el papel, el museo fue suyo hasta el final de la guerra y no llegó a constar, en ningún momento, como destituido. Al final, pese a los críticos, el malagueño probablemente pensara que serviría mucho más a la República en París que en Madrid.