Varios miles de niños, nadie sabe a ciencia cierta cuántos, crecen en un entorno hostil, expuestos a un tráfico caótico, a las drogas y prácticamente incomunicados, a pesar de residir a pocos kilómetros de la Puerta del Sol. Así se vive la infancia en la Cañada Real.
Salen de repente de las casas, los coches los esquivan de un volantazo, hunden sus pies en los baches llenos de barro. Se congregan por las mañanas frente a la señal que identifica un rincón cualquiera del lodazal como 'parada' de bus escolar, para partir rumbo a sus colegios de Rivas-Vaciamadrid, Vallecas o Getafe.

Pero no están todos los que son. Decenas de niños se quedan en la Cañada Real cada mañana. Los más afortunados, los que viven en los alrededores de la A-3, podrán coger un autobús para ir a Conde de Casal, si no desean quedarse en el poblado. Otros tendrán que caminar siete kilómetros para hacer lo propio. Y si no, pasarán el día en su 'barrio', con sus familias o paseando en moto, jugando entre escombros, aprendiendo el 'arte' del menudeo... Las posibilidades, en la Cañada, son infinitas para un menor que no va al colegio.

Aunque ninguna organización, ni pública ni privada, es capaz de calcular cuántos menores hay en el asentamiento —el IRIS logró censar a 1.130 en 2006—, todas están seguras de que la mayoría de los menores están escolarizados, gracias al trabajo de educadores municipales y de las ONG presentes en la zona, aunque el absentismo ya sea otro cantar. Y, aunque insisten en que la realidad de los menores en la Cañada es tan heterogénea como la propia población del asentamiento, señalan la misma causa de sus problemas: la exclusión viene determinada por el mismo hecho de vivir en la Cañada.

"Incluso aunque su familia no tenga problemas económicos, estos niños no pueden participar en actividades extraescolares, porque dependen de las rutas para volver a su casa. En sus colegios, son sus mochilas las primeras que se registran cuando desaparece algo en su clase. Les critican por no ir lo bastante aseados. Alguno dice que vive en Rivas, para evitar problemas. En verano, cuando terminan las clases, tampoco pueden ir a Rivas, porque acaban de quitar los autobuses, para ir a la piscina o al centro comercial. Y eso por no hablar de las familias de El Gallinero, la zona de las chabolas, que iluminan sus casas con gasóleo y sólo lo hacen para comer o cenar. Esos niños no tienen luz para hacer los deberes, ni libros de consulta". Quien así habla es Paloma Jover, de la Asociación El Fanal, que trabaja desde hace varios años en dos zonas del asentamiento, con niños musulmanes y gitanos. Y añade: "No es solo que los menores corran peligro... Este ambiente, donde se desmontan coches delante de las casas y se trafica y se consume droga, no es el más adecuado para que crezcan los niños".

Después de que el propio
Defensor del Menor recogiera hace tres años las continuas denuncias por atropellos —llegaban a pasar miles de camiones diarios por la vía pecuaria—, los vehículos pesados fueron desviados y el tráfico se suavizó. Sin embargo, hoy es el trasiego continuo de 'cundas' o 'taxis de la droga' lo que preocupa a las organizaciones sociales. Además, aquí no hay aceras; las casas están ubicadas directamente sobre el barro. "Conducimos con miedo. En cualquier momento puede salir un niño de cualquier casa", dice Jover.

Para paliar las carencias de estos menores, El Fanal les brinda apoyo escolar y talleres. También ha montado un 'polideportivo' para que los chavales puedan jugar al fútbol, donde los padres también dan patadas al balón de vez en cuando para relajarse después del trabajo. Y tienen más proyectos que han presentado en el Ayuntamiento de Madrid, en busca de financiación. Una labor de integración en la que colaboran con otras organizaciones como la parroquia de
Santo Domingo de la Calzada, ubicada en la zona más conflictiva. Pero todos reconocen que, cuando hablamos de una población de unas 40.000 personas, las necesidades que hay que atender son "inabarcables".

La peor parte se la llevan los niños de 'El Gallinero', un núcleo chabolista que en dos años ha pasado de contar con doce familias a tener más de 150 en la actualidad, la mayoría de origen rumano. Aquí ningún niño lleva gafas, y muchos caminan descalzos entre los escombros y sufren las mordeduras de las ratas. "La mala alimentación y las dificultades para llevar una higiene normalizada les han destrozado a muchos la boca a los doce o trece años", denuncia Santiago Agudo, enfermero del Equipo de Intervención con Población Excluida. Este dispositivo, dependiente de la Comunidad, se desplaza hasta allí para realizar controles a los menores y las embarazadas, pero chocan con las dificultades de estas personas para acudir al centro de salud —de nuevo, el aislamiento— y para seguir tratamientos, especialmente importantes en los casos de tuberculosis o de otitis, también muy frecuentes en 'El Gallinero'.
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Todos estos problemas se tratan en una comisión en la que participan los Ayuntamientos afectados, las organizaciones que trabajan sobre el terreno y varias consejerías, como la de Familia y Asuntos Sociales y la de Educación. Sin embargo, a pesar de que los
incidentes de los últimos meses han traído al primer plano de la actualidad la realidad 'cuartomundista' que sufren miles de niños a pocos kilómetros de la Puerta del Sol, los dirigentes políticos madrileños todavía no se han sentado para abordar el problema de forma integral. Ni siquiera las propias organizaciones cuentan con una sola voz para hacerse oír.
Y mientras tanto, en el 'recinto' de El Fanal, frente a una montaña de escombros, varias decenas de menores continúan con su vida, ajenos a la cotidianidad del resto de la metrópoli. Un adolescente marroquí se acerca a Paloma Jover y le pregunta entre risas, "de parte de su compañera", que cuándo le van a subir el sueldo. "Dile que se lo pregunte a Gallardón", responde ella. Silencio. "¿Quién es Gallardón?"