Las manos de Julio, grandes y fuertes, llevan cosiendo botas de vino 40 años. Es el único botero que queda en la Comunidad de Madrid y en España forma parte de los últimos diez artesanos que deben quedar. "En Madrid me he quedado solo", cuenta este artesano que heredó directamente de su abuelo materno el negocio porque "las mujeres no se ocupaban de estos oficios antes ni lo hacen ahora".
Su abuelo comenzó de aprendiz cuando tan solo tenía ocho años y tras la Guerra Civil adquirió los derechos del local convirtiéndose así en propiedad suya. Cuando finalizó el servicio militar, Julio, que no mostraba ningún interés por las elaboración de botas, comenzó a ayudar a su abuelo de manera altruista y tan solo acudía esporádicamente. Pero cuando su antepasado cayó enfermo, comenzó a ocuparse más horas del taller hasta que finalmente se hizo con las riendas del negocio. "Tiene que gustarte mucho esto para estar aquí tantos años", reconoce. Sobre todo teniendo en cuenta, explica, la situación tan complicada que atraviesan estos artesanos desde los años 80.
"Las tribus utilizaban el pellejo para transportar el agua", cuenta Julio recordando los inicios de una profesión centenaria. Es el único recipiente flexible que permitía conservar la bebida en aquellos tiempos, una cualidad que continúan teniendo las botas hoy en día conservando el vino de manera natural y ecológica gracias a la piel de cabra y la pez (resina de pino). Pero el oficio "ya no es lo que era", manifiesta el artesano. A lo largo de muchos años la profesión ha ido tropezando con serias dificultades. Una de ellas, la prohibición del alcohol en los campos de fútbol. "Más de un tercio de los aficionados llevaban sus botas de vino", recuerda. Un gran "batacazo" que de "golpe y porrazo", asegura, les dejó sin un gran número de clientes. Otro problema, la presencia del plástico y del vidrio que ha modificado las costumbres de la sociedad en la que casi todo es "de usar y tirar". Julio es consciente de este cambio de mentalidad pero quiere pensar que la era del plástico pasará aunque no cree que el material con el que trabaja vuelva a ser tan imprescindible como lo era hace años.
Dos horas y media como poco tarda Julio en confeccionar una bota de vino. Julio calcula que hará unas 900 botas al año y aunque parecen muchas, no son tantas si tenemos en cuenta que los precios rondan los 25 y 30 euros. Sabe que así es la realidad a la que tiene que enfrentarse cada mañana pero asegura que no va a "esconder la cabeza" porque vive tranquilo y no pide más: "me proporciona una vida más o menos saludable". Sí le preocupa que el oficio tenga una continuidad cuando se jubile. "Lo veo difícil", afirma. Tiene dos hijas, que ya le han manifestado que no quisieran dedicarse a ello, y un nieto. "Es pequeño y no sé si llegará para aprender el oficio" aunque confiesa que no le gustaría que se perdiese la historia de este taller, al que se ha dedicado en cuerpo y alma.
Puntadas centenarias
Las botas se fabrican en este taller de manera totalmente artesanal como las hacía el abuelo de Julio. Llevan dos cosidos, el primer hilvanado, que consigue el abombe para no quedar plana, y el de cierre, que se hace con una cuerda llamada trenza "para que no se salga ni una gota", explica. Unas puntadas que pueden sobrepasar las 160 y que solo son posibles de realizar con unas manos fuertes como las de este artesano, ya curtidas de tanto hilo y agujas de punta de lanza.
Una vez cosida, hay que dar la vuelta a la bota, con la piel mojada para que sea más flexible. Después se cubre con la pez para impermeabilizarla del todo. El brocal -la boquilla-, la limpieza del collarín y los cordones finalizan el proceso de elaboración. Después, se introduce un poco de vino o alcohol seco y tras unos segundo se vacía para eliminar el primer sabor que puede tener a la pez.
Este utensilio, insiste, es para el vino, "como mucho se puede meter agua y algún refresco, poco tiempo, pero nunca coca-cola", si no se quiere "destrozar". Y si se siguen unos cuidado mínimos de mantenimiento, el recipiente puede durar unos quince años. Es fundamental que la bota se conserve tumbada, "si está de pie, la resina se escurre". Y si no se va a utilizar durante un largo periodo de tiempo, lo mejor es vaciarla y guardarla aplastada. Y en el momento de retomar su uso, hay que exponerla a un calor seco para que, explica, "vuelva a ser flexible y evitar que no se rompa". Si hacemos caso de los consejos de mantenimiento, el vino "sabrá mejor", asegura Julio. La pez y degustarlo a chorro, como si se escanciase, es la clave del éxito.
A esta botería llegan clientes de toda España pero Julio puede presumir de arte en el extranjero. Algunos países latinoamericanos conocen bien las botas de Julio. Un tercio de su producción ha encontrado hueco en un mercado que parece interesarse más por este tipo de recipientes centenarios.