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Capítulo 7. 'Joanet'
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El complot de las Magdalenas. Capítulo 7. 'Joanet'

A pesar de ser un perfecto desconocido, Joanet se movía por Barajas con las mismas precauciones que habría tomado un agente del Mossad que estuviese desarrollando una arriesgada misión.

Nada más recibir la carta de Genaro contándole los avances y la logística montada para apoyar su plan, Joanet había puesto su destartalado piso en alquiler, en Arbnb; sacado todo el dinero de su cuenta corriente de La Caixa, había dejado a su gato con un enigmático cartel colgado del cuello (“Volveré”) en la puerta de Dolors Empipadors (su anciana vecina) y, poniéndose toda la ropa encima que permitiese un movimiento mínimamente operativo para ahorrarse la tasa de equipaje, había sacado un billete de Ryan Air para Madrid.

Fruto, sin duda, de su afición al morapio sin distinción de razas ni orígenes, Joanet presentaba un sonrosado aspecto permanente que no alteraban ni morenos veraniegos ni palideces invernales. Había conseguido no bajar de los 100 kilos a base de una concienzuda dieta de todo-lo-que-pillase y, a pesar de las innegables entradas que iban despejando su cabeza, se consideraba un atractivo madurito agente secreto que, gracias a su esfuerzo y, ¿por qué no? también gracias al enchufe de alto voltaje del comisario Artigas, compañero de la mili en Ceuta, había hecho una importante carrera profesional.

Superada la hosca mirada del empleado del embarque en el Prat (¡qué pasa, tengo frío!) mosca con el desmesurado volumen generado por las sucesivas capas de ropa de Joanet en el cálido junio barcelonés, había sido literalmente imposible encajar su gordo trasero en el asiento de la fila treinta y ocho.

Había sido una proeza llegar avanzando como un muñeco de michelín por el estrecho pasillo, empujando blandamente a los que se encontraba en el camino y más todavía intentar quitarse dos pares de pantalones, para aminorar el volumen, en el ínfimo espacio de la puerta del baño cerrada antes del despegue.

El atildado azafato que custodiaba el habitáculo de las bandejas y los bocadillos, le había fulminado con la mirada ante su intento de ocuparlo, así que, después de resoplar y chocarse con todos los pasajeros de la última fila, Joanet había conseguido quitarse un par y una pierna de otro, pero la inminencia del despegue y los gritos y ya rechuflas de los demás pasajeros, así como la índole secreta de su misión, le aconsejaron una actitud discreta, y después de lanzar varios ¡Callarse, mamone, que aquí hace un calor de collons! y hacer sendos cortes de mangas, optó por intentar sentarse.

Aunque el colchón textil que envolvía su culo impidió su total encaje en el asiento y estuvo como flotando todo el trayecto y su cabeza sobresaliendo entre los asientos, el azafato pensó que mejor dejarlo estar y allá que salió el avión.

Cuando salió por la puerta de la terminal, era imposible no fijarse en la estrafalaria figura de un hombre con varias prendas sobre los hombros, arrastrando una maletita y la pierna de un pantalón a medio poner, encima de otro pantalón, con gafas de sol y mirando en todos los sentidos con aire misterioso.

Tanto Mbaye como Aurelio, que habían sido encargados por Genaro y por Julián como comité de recepción, no tuvieron ninguna duda

- ¿Joanet? –le dijo Mbaye acercándose sin mirarle, como les habían ordenado

Quizás por el ruido del aeropuerto o por la cantidad de ropa que le tapaba los oídos, lo cierto es que no le hizo ni caso y siguió andando.

Pensaron que era una táctica de agente secreto, de ver primero el entorno antes de responder, pero, cuando se acercó por segunda vez y, para darle alguna pista, le dijo sin mirarlo y con impecable acento de senegalés, la consigna convenida: “hay-que-ver-lo-que-había-en-la-basura-de-Puigdemont”, Joanet le miró como si le hubiesen hablado en búlgaro, y no se detuvo.


Aurelio tuvo que ponerse delante y sacar disimuladamente el cartel que habían pintado con salsa de kétchup con su nombre mientras esperaban en la cafetería del aeropuerto:

Yoanet

Aunque la y, la n y la t, por acabar en palito, habían escurrido una buena parte del Kétchup, estaban bastante orgullosos de su capacidad de improvisación en la misión secreta asumida, por lo que cuando tampoco el cartel hizo el efecto deseado, Aurelio le sacudió directamente un sopapo en el fardo superior:

- ¡Que si eres Yoanet, cojones!

Esta vez sí reaccionó, pero poniéndose en guardia con pose de karate, con lo que la maleta empezó a deslizarse por el pasillo y la mayor parte de las prendas se le cayeron al suelo.

- ¿Y vosotros quienes sois? Del CNI ¿Y este negro? ¿Del Mosad?

Como la gente empezaba a pararse delante del espectáculo, el comité de bienvenida optó por aplazar las inexcusables explicaciones y directamente le contaron el encargo de recibirlo que les había hecho su primo Genaro.

- Bueno, bien. Todas las precauciones son pocas. Estoy seguro de que mis compañeros del CNI catalán me siguen los pasos y al ver al moreno ya creí que me habían descubierto.

Afortunadamente Mbaye era inmune a cualquier comentario por su color y como, además, le había salido un porte al aeropuerto (con gran cabreo del conductor de autobús que al principio no le quería dejar meter las diez cajas que llevaba) estaba muy contento con las ganancias obtenidas.

- Podemos volver con uno de mi pueblo, que tiene coche

- Pero ese es el que trabaja en el turno de noche ¿no? –le dijo Aurelio sospechando lo peor.

- Sí –contestó con su deslumbrante dentadura al completo

- No, jodas, Mbaye, que son las seis de la tarde…

- Bueno, en Senegal no tenemos prisa…

- Pago yo el taxi –cortó Joanet cada vez más mareado- No perdamos más tiempo


Después de dar dos enormes vueltas por el polígono de Barajas, una para despistar a eventuales perseguidores (tácticas del CNI, muchachos –nos dijo confidencialmente Joanet) y otra para recoger un paquete que Mbaye había rápidamente apalabrado, por fin llegaron a los bajos de Cibeles.

Autor : Luis Cueto.
ilustraciones: Danish Xavier J. Morales B.

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