El Partido Popular de Madrid debería presentarse a las próximas
elecciones coaligado con las empresas privadas a las que después
responsabilizará de los servicios esenciales. Así sabríamos realmente
la identidad de los gestores de nuestra sanidad, de la educación de
nuestros hijos y nietos, de los auxilios sociales que precisamos y de la
higiene y limpieza de nuestras calles.
De qué sirve votar a los populares si
a continuación son otros los que administran todo aquello que pusimos
en sus manos, me pregunto yo. Han convertido el voto en una especie
de poder notarial que les permite confiar a terceros el trabajo que los
elegidos deberían hacer. Es probable, según afirman los que de esta
manera actúan, que a ciertos ciudadanos les importe muy poco quién
gestiona lo suyo con tal de tener lo que reclaman, pero conozco a
muchísimos más que no aprueban esta dejadez institucional.
Resulta paradójico, acumulados ya tantos mandatos gubernamentales
y tantísima experiencia ejecutiva, que nuestras autoridades no sean
capaces de cuadrar los presupuestos sin ayuda fundamental del sector
privado. Es así como gran parte del gasto público termina en los balances
de las compañías aliadas con la Administración. Imagínense a un sujeto
que confiesa al jefe que es incapaz de realizar el trabajo encomendado
y que debe buscarse a otro más eficaz y rentable que él, pues esa es la
impresión que provocan nuestros regidores locales y autonómicos en
buena parte del personal.
Me parece incomprensible que no haya entre
los mandatarios del PP, los centenares de asesores que ellos contratan
y los miles de funcionarios cualificados que ocupan plaza, expertos
suficientes para dirigir con eficacia y buen tino la ejecución de los recursos
disponibles.
Me pregunto también qué es lo que buscan en la función pública ciertos
personajes que no entienden las razones de su existencia. Para qué se
embarcan en el servicio a la ciudadanía si piensan que el Estado es un
ente insaciable, que devora ingentes cantidades de dinero confiscado a
los pobres contribuyentes, ineficaz y despilfarrador, que vulnera las leyes
del mercado y condiciona la competitividad necesaria en una sociedad
moderna y avanzada.
Qué pintan en los despachos oficiales los apóstoles
del liberalismo radical, los defensores del individualismo insolidario, los
que no entienden que están ahí para garantizar la redistribución de la
riqueza común entre los menos favorecidos y todos aquellos que les suena
a música celestial la cohesión social del colectivo al que dicen representar.
Aquellos que relacionan la viabilidad de lo público con la rentabilidad de
un negocio, deberían hacer carrera en cualquier organigrama empresarial.
El colmo de tanta involución es colocarse de perfil y culpar al
concesionario de las deficiencias en el servicio concedido. El truco
consiste en subcontratar servicios por un precio inferior al que se
pagaba antes y luego esperar a que la iniciativa privada continúe
prestándolos adecuadamente y obtenga además el beneficio esperado.
Un milagro que solo se explicaría, según ellos, por la competencia de los
financieros externos comparada con la presunta ineptitud secular de los
propios. Cuando las cosas no salen como se pensaba y las prestaciones
externalizadas se deterioran o miles de trabajadores y profesionales de
las contratas terminan en la calle, coyuntura tristemente repetida en los
últimos años, siempre responden lo mismo: "Nosotros no tenemos la
culpa". Tiran la piedra y esconden la mano.