miércoles 22 de junio de 2011, 00:00h
Vivíamos en un mundo casi perfecto. Había trabajadores públicos, que tenían asegurada su plaza para toda la vida; el sueldo no solía ser muy alto, pero tampoco lo eran las exigencias laborales, en general. Había personas que entraban en una empresa de chavales, como chico para todo, y poco a poco iban aprendiendo el oficio, hasta convertirse en grandes profesionales, e incluso en jefes, cuando llegaba la hora de jubilarse. Había jubilaciones; al llegar a cierta edad, uno empezaba a cobrar una paga del Estado, sufragada por la parte del sueldo que te habían ido retirando a lo largo de toda tu vida laboral. Había sanidad pública y gratuita: si te ponías enfermo, sabías que ibas a recibir la mejor atención, por los mejores profesionales y con los mejores medios, independientemente de tu situación social o económica. Había servicios sociales, a los que acudir cuando las cosas venían mal dadas: se construían escuelas infantiles para que las madres pudieran reincorporarse al mercado laboral; había ayudas a domicilio para los mayores que vivían solos; existía incluso una Ley de Dependencia que tambien proporcionaba una ayuda económica a quien la precisaba por causa de la edad o de alguna enfermedad.
Uno aspiraba a que sus hijos estudiaran -por supuesto, en la universidad; cualquier otra posibilidad era casi impensable-, y a que al terminar encontraran un trabajo -al principio no muy bueno, pero con perspectivas- y se compraran un pisito, para iniciar su vida adulta. A conducir buenos coches por magníficas autovías, o a utilizar un excelente transporte público a precios subvencionados. A contar con niveles de contaminación adecuados y con políticas industriales sostenibles y cuidadosas con el medio ambiente. A poder hacer uno o dos viajecitos al extranjero al año, a tener en casa calefacción en invierno y aire acondicionado en verano. Y, hombre, qué menos que una piscina comunitaria y unas pistas de pádel para echar un partidito con los vecinos. Deseábamos y exigíamos calles seguras, limpias, verdes y bien asfaltadas, con mobiliario urbano de diseño o, al menos, de estética cuidada. Para eso pagábamos impuestos, ¿no?
Pero llegó la crisis y arrasó con todo. Y en este momento, las perspectivas no apuntan nada bueno. No sólo por el paro galopante, sino por lo que se adivina detrás de casi cada una de las decisiones que vamos conociendo. La situación de Grecia es sólo un ejemplo de hasta dónde vamos a tener que renunciar a una vida cómoda hasta tal vez extremos exagerados. Los ajustes sobre ajustes que empiezan a sucederse, las perspectivas de cómo va a quedar la negociación colectiva, los derechos laborales por los que tanto se lucharon y que ahora vemos escaparse de entre nuestros dedos... Las cuentas públicas que apuntan a un enflaquecimiento cada vez mayor del gasto, a políticas más y más restrictivas, a una jibarización de los servicios que se ofrecen.
¿Alguien más tiene la sensación de que el mundo en que vivíamos ya nunca volverá?