Carmen Muñoz salió ayer de su casa como todas las mañanas. Tal vez dejó hasta la comida preparada, o una última colada secándose. No regresará esta noche, ni nunca. Iba a hacer lo que más le gustaba, patrullar en las calles. Era agente de la Policía Municipal desde hace décadas, y pese a sus 62 años de edad, continuaba en activo. Porque eso era su vida; no quería pasar a oficina, a una actividad más descansada, más relajada, más acorde con su edad. Se sentía con fuerzas suficientes para seguir haciendo lo que le llevó a incorporarse a la Policía. Estaba físicamente en condiciones. Hay quien ha alzado la voz criticando que alguien, a su edad, continuara en esas funciones, señalando con el dedo a aquellos responsables que presionan, ante la falta de recursos, a estirar la vida 'útil' de los agentes en la calle. Por desgracia, ni una insultante juventud habría podido librarla de
la bala que le rompió el corazón.
Ahora llega el momento de los homenajes, de las medallas póstumas, de las buenas palabras. De las lágrimas de sus compañeros, rotos en la capilla ardiente. Pero tampoco está de más recordar que Carmen era, como decenas de miles de hombres y mujeres en Madrid, como cientos de miles en todo el Estado, una funcionaria. Una empleada pública, al servicio de los madrileños en este caso. En estos tiempos en que tan fácil resulta lanzar críticas contra este colectivo, en que soportan recortes, rebajas y hasta desaparición de pagas extras por el artículo 33, en que tantos les ven como privilegiados con empleo fijo en estos tiempos de volatilidad laboral, no está de más recordar que muchos realizan labores básicas para la vida del conjunto de los ciudadanos: policías, por supuesto, pero también profesores, enfermeras, médic@s, bomberos y tantos otros. Tareas que, en muchos casos, van más allá de la obligación; que no se pagan con dinero.