Ni David Livingstone, ni Henry Stanley, ni Cristóbal Colón y mucho menos, ‘Indiana Jones’. Este es el relato de Pedro Páez, quien de haber nacido británico igual hubiese sido recordado como uno de los mayores exploradores de la historia.
Antes de conocer bien a este personaje, hay que comprender qué pasó antes y qué llevó al intrépido misionero a vivir en tierras etíopes y convertirse en el explorador que destriparemos.
Si en los tiempos que corren, las agendas gubernamentales se cubren con cuestiones geopolíticas, hace más de cinco siglos lo era con la cuestión religiosa. Y como suele suceder, esta historia asume el contexto de las batallas del catolicismo europeo contra el Islam y las inexploradas tierras donde se practicaba.
Primero, hay que retroceder hasta el siglo XI, a una Europa poseída por la creencia de que en las tierras desconocidas del continente africano existía un reino cristiano el cual debía ser dominado por los imperios europeos. Desde entonces, darán comienzo unos siglos en los que la necesidad de dominar ese enclave pasaba por convertirlo en un aliado ante la dominación musulmana de la zona y que comenzaba a extenderse.
No sería hasta cinco siglos después, en 1540 cuando los portugueses (primeros europeos en pisar Etiopía) enviaron varias expediciones para disponer en primer lugar, de una base de operaciones en sus viajes comerciales hacia la India, y en segundo, para mantener a raya el enfrentamiento contra los musulmanes de la región somalí, que también reclamaban el territorio etíope.
En este marco histórico, daría inicio la labor misionera jesuita en una zona dominada por la religión copta y que duraría un siglo. Tiempo en el que contemplarían momentos de paz y armonía, y otros de guerra y conflicto religioso.
La aventura de Pedro Páez
En 1564, mientras los portugueses y jesuitas se afincaban el en reino africano, en el pequeño pueblo madrileño de Olmeda de las Fuentes (antigua Olmeda de la Cebolla) nacía Pedro Páez Xaramillo.
Admitido en la Compañía de Jesús a los 20 años, marchó a la ciudad portuguesa de Coimbra a realizar sus estudios en la Universidad jesuita. Cuatro años después y descubierta la capacidad políglota que poseía --dominaba el portugués, el latín, el persa, el hebro o el griego clásico--, Páez fue enviado a la India para terminar sus estudios de teología en la región de Goa.
En 1589, con la carrera evangelizadora de las nuevas tierras ya en marcha, el joven misionero cogería de nuevo el petate para marchar junto al veterano predicador catalán, Antonio de Monserrat, rumbo a las desconocidas tierras del Golfo de Adén.
Durante el viaje por el Mar Arábigo, Montserrat y Páez fueron capturados por un barco árabe y hechos prisioneros en la capital yemení de Saná, donde luego serían vendidos. En los Siete años que fueron tratados como esclavos, sirvieron como galeotes en las galeras de los turcos y recorrieron el sur de la Península Arábiga, por lo que es más que probable que fuesen los primeros europeos en ver y relatar sus experiencias sobre el suelo arenoso del desierto del Hadramaut, siglos antes de que lo constatase en sus escritos el explorador británico Wilfred Thesiger.
Los dos predicadores fueron rescatados en 1596 por mercaderes indios relacionados con la orden jesuita, quienes los llevaron de vuelta a Goa. Allí, Antonio de Monserrat finalizaría sus días de vida.
Viaje sin retorno
En 1603, Páez retomó el propósito de llegar a Etiopía, de donde ya no regresaría. Una nave india lo condujo hasta la antigua Fremona, enclave jesuita cerca de las orillas del Mar Rojo y donde desembarcó el 15 de mayo.
Acogido por los mestizos etíope-portugueses que conservaban la religión católica, el misionero español consiguió integrarse pacíficamente entre la población local. Se nutrió de la historia nacional, de su lengua, recorrió el país y con el tiempo, se ganó el trato de favor de varios reyes etíopes y en especial, del emperador Susenyos, con el que entabló gran amistad.
Cuenta el profesor de historia antigua y arqueología de la Universidad Complutense, Víctor Manuel Fernández, que Pedro Páez, ayudado por uno de los hermanastros del rey, consiguió lentamente convencer al círculo cercano del rey de “la superioridad de la versión católica romana del cristianismo sobre la ortodoxa oriental de los etíopes”, creencia que permanecía “ligada a la Iglesia egipcia copta”.
Hombre de gran curiosidad intelectual, se dedicó entre otras cosas, a fortalecer las misiones existentes y ayudar con sus conocimientos a construir un palacio para el emperador y dos iglesias.
Descubrimiento del manantial
Adaptado ya a su nueva tierra de acogida y con el ímpetu impropio de al que las canas ya le arraigaron, un 21 de abril de 1618 Pedro Páez emprendió una ruta junto al rey Susenyos para mostrarle el manantial de donde nacen las aguas del Nilo Azul justo antes de que estas pasen por el lago Tana convertidas en cascadas.
Justo en ese instante, en el que el sonido sutil del agua desfilando entre tierra y rocas llegó a sus oídos, sus ojos atentos se enfrentaron directamente ante aquellas fuentes que suponen el inicio de lo que, cientos de kilómetros más al norte de la África Oriental, es el gran Nilo que avistan los egipcios.
Páez se convirtió en el primer hombre europeo en colocar sus pies a centímetros de esas exóticas aguas, un siglo y medio antes de que lo hiciese el hombre que se llevó la fama y los laureles por el descubrimiento, el escocés James Bruce.
Cómo debió de ser el toparse ante ese yacimiento natural desconocido e inexplorado para los occidentales, que provocó una reacción tan profunda en el interior de Páez. Así lo constató en sus anotaciones, en las que confesó que se alegró “al ver lo que tanto desearon ver antiguamente el rey Ciro y su hijo Cambises, el gran Alejandro Magno y el famoso Julio Cesar”.
Páez murió en 1622, probablemente infectado por la malaria mientras revisaba las construcciones que estaban planeadas. Hasta la fecha presente, sus restos descansan bajo las ruinas de su palacio, el que él diseñó. Unas ruinas dominadas ahora por las plantas y yerbajos, el abandono y algún que otro animal salvaje.
Herencia literaria tardía
Visto desde el prisma de los siglos, la gran labor de Páez realmente fue la inmensa capacidad para observar la naturaleza, las costumbres y mitologías, y después recopilar toda esa información en una obra de más de mil páginas que tituló Historia de Etiopía y que redactó entre 1615 y 1621.
Recabó información propia de distintas fuentes locales, tradujo textos y crónicas religiosas de la realeza etíope y consiguió describir Etiopía de una forma tan exacta que parece imposible que lo hiciese alguien en el siglo XVII. De hecho, es el primer europeo que redactó lo que suponía beber el café.
Tras su muerte, la obra viajó por diversos lugares hasta que recaló en el Vaticano. Otra copia también se guardó en la Universidad de Braga, pero no sería hasta los primeros años del siglo XIX cuando el historiador Camilo Beccari recopiló sus escritos y los de más autores jesuitas en Etiopía.
Escrito originalmente en portugués, no fue traducido por completo al castellano hasta 2014. Ediciones del Viento realizó una publicación que recopilaba los textos de misioneros, periodistas, exploradores, comerciantes o traficantes en tierras africanas titulada “Exploradores y viajeros por África”.
Rescatado del olvido
Fuera de los círculos académicos y para rescatar del olvido la figura de Pedro Páez, el escritor Javier Reverte escribió en 2001, a modo de biografía “Dios, el diablo y la aventura” donde hace una excelente y documentada recreación de la vida del predicador.
Reverte también tuvo el honor de dar a conocer a Páez en su lugar de nacimiento, Olmeda de las Fuentes, de donde se desconocía la más mínima leyenda.
Una de las teorías que mantiene Reverte es que el olvido que cayó sobre Pedro Páez podría deberse a que cuando falleció y después de su labor evangelizadora que hizo en Etiopía, toda la misión jesuita fracasó al producirse un nuevo giro hacia el cristianismo ortodoxo y ser expulsados del país años después.
Ahora, Olmeda de las Fuentes ha celebrado orgullosa los cuatro siglos desde aquel descubrimiento que su olvidado paisano hizo en unas tierras de las que la mayoría de sus coetáneos jamás oyeron hablar.