Da igual que se sea transeúnte o vecino. Cuantos pasan por la esquina de
la calle Fernando VI y Pelayo suelen recorrer con la mirada la fachada
modernista de este palacio que en nada se asemeja a las construcciones
de la zona. Este 'capricho' de un banquero es, desde 1950, la sede la
Sociedad General de Autores y Editores (SGAE), una entidad que se fundó
tan solo seis años antes que esta joya de la que pocos madrileños
conocen su artístico interior en el que se guarda, además, el principal
archivo de obras líricas de España.
El siglo XX acababa de iniciar su andadura cuando el barcelonés
José Grases Riera, que había cobrado mucha fama en Madrid por sus proyectos del palacio de la Equitativa, terminado en 1891 en la confluencia de las calles Alcalá y Sevilla; el New Club de la calle Cedaceros (1901); el teatro Lírico de la calle Marqués de la Ensenada -hoy sede del Consejo del Poder Judicial- (1902), y el monumento a Alfonso XII en el Retiro, iniciado también en 1902, recibió un encargo que se apartaba totalmente de su estilo. El banquero
Francisco Javier González Longoria quería que hiciera un palacete en el que instalar su banco y su vivienda y pedía que el nuevo inmueble tuviera, como las villas burguesas que se estaban levantando en Bruselas, un estilo modernista.
Aunque el modernismo no tenía nada que ver con el estilo de Grases, éste aceptó el encargo y parece que se inspiró en las construcciones de Víctor Horta, un arquitecto belga, autor en las dos últimas décadas del XIX de varios edificios en Bruselas como las casas Tassel, Solvay, la Casa del Pueblo o los almacenes Innovation. Estas villas recuerdan a las levantadas en el ensanche barcelonés, razón por la que erróneamente muchos madrileños pensaron -y aún piensan- que Grases, que además había tenido como compañero a Gaudí, se había inspirado para el encargo de Fernández Longoria en el modernismo catalán.
"Grases, que seguía una línea academicista, tuvo que cambiar sus coordenadas. Por entonces se editaban numerosas revistas y publicaciones y se organizaban congresos sobre el Modernismo, por lo que pudo documentarse sobre la arquitectura de Horta que en varias de sus casas proyectaba patios cubiertos con lucernarios que recuerdan la escalera del palacete de la SGAE" dice Ignacio Jassa, musicólogo que trabaja en el Centro de Documentación y Archivo de la SGAE y que acompaña un par de veces al mes a quienes visitan el edificio.
"La propuesta de Grases no partió de los presupuestos modernistas puramente ornamentales. Fue más allá y su proyecto trascendió al interior y a la disposición de los espacios. Su gran hallazgo fue la fluidez con la que encadenó zaguán, escalera y galerías posteriores y la originalidad de la ornamentación, de una enorme creatividad, lo que le permitió, con elementos vegetales o abstractos y figuras femeninas, enmarcar los vanos de las puertas y las mansardas y dar forma a balcones y barandillas", añade Jassa.
Desde luego, sorprende la
imaginativa ornamentación, desconocida en la arquitectura madrileña, que logró desarrollar gracias a una mezcla de cemento y arena silícea, recubierta de estuco, materiales que dan la
apariencia de la piedra, pero que le permitieron dar su forma a las figuras. "Si hubiera querido hacer esto sobre granito, habría tenido que trabajar una legión de artesanos durante muchos años", apunta Jassa. La decoración exterior se completó con trencadís, mosaicos formados con fragmentos de cerámica y muy utilizados en la arquitectura modernista catalana.
Ladrillo recubiertoY es que en el palacio Longoria no todo es lo que parece. Aunque en la fachada se vean sillares de piedra, la realidad es que están dibujados sobre esta mezcla de cemento y arena, porque, en realidad, el palacio se hizo de ladrillo que luego fue recubierto. En la fachada destacan, además, el torreón que se abre sobre el zaguán dotado con dos puertas a la calle para que los vehículos con chófer pudieran entrar por una vía y salir por la otra tras dejar a sus ocupantes- y la artística verja que "es como una celosía que evita que la fachada se 'coma' al viandante", dice Jassa.
Pero la fachada no es más que uno de los valores de este edificio que se levantó sobre un solar en forma de trapecio y que cuando fue terminado en 1905 dedicó su planta baja a banco y la superior a vivienda. De acuerdo con la documentación entregada por Grases tres años antes en el Archivo de Villa, la decoración exterior había sufrido cambios y estaba sin terminar la fachada posterior que se completaría en 1912, no se sabe si según las trazas del mismo Grases o de
Francisco García Nava, autor de la necrópolis del Este (cementerio de la Almudena) a quien se le encargó la reforma cuando el edificio fue vendido.
A partir de su inauguración, los clientes del banco, tras cruzar el zaguán circular, y subir una pequeña escalinata llegaban a la
gran escalera, de tipo imperial, con un primer cuerpo de subida que se abre en un doble brazo. Esta escalera, sustentada por una estructura y columnas de hierro, barandillas de bronce, escalones de mármol, ornamentada con flores de vidrio emplomado y cubierta por una artística vidriera, atribuida por algunos autores a la casa Maumejean aunque no está firmada como esta empresa solía hacer, es uno de los 'tesoros' de este palacio. La escalera debió fabricarse posiblemente en el extranjero, pues durante la restauración a que fue sometido el edificio en 1990, no se halló firma alguna, algo inhabitual entre los artesanos españoles.
Curiosamente esta escalera solo comunica la planta baja con la superior lo que pone de manifiesto su carácter representativo, pues hay otra escalera lateral, a la que se dotó posteriormente de ascensor, en un extremo del inmueble que va desde el sótano hasta la segunda planta.
En la parte posterior a la escalera se abre el jardín flanqueado por dos galerías, hoy acristaladas -en una de las reformas llegaron a tapiarse-, en las que destacan dos grandes columnas palmera, hechas de hierro. En la primera planta destacan las
salas Manuel de Falla, utilizada como auditorio con escenario;
Valle Inclán (utilizada durante las fiestas que daba el banquero como salón de baile) y
Buñuel (en la que se ponía la orquesta).
Poco duró el banco en este emplazamiento. El 29 de septiembre de 1912 el inmueble fue vendido, en 500.000 pesetas, a la Compañía Dental Española, presidida por
Florestán Aguilar, un famoso odontólogo que, tras estudiar medicina en Madrid, se había formado como odontólogo en Filadelfia, había fundado la Escuela de Odontología y tenía entre sus clientes a la Familia Real. Es curiosa la biografía de este personaje que creó comités de socorro para ayudar a los heridos de la Primera Guerra Mundial y de la guerra con Marruecos y que fue uno de los impulsores de la construcción de la Ciudad Universitaria de cuya Junta nacional, que presidía el rey, fue secretario general. En reconocimiento a su labor sería nombrado vizconde de Casa Aguilar.
Florestán Aguilar también quiso dar un doble uso al palacete. Donde estaba la agencia bancaria puso la consulta y dedicó la planta superior a vivienda. También compró la casa anexa de la calle Pelayo, ocupada hasta entonces por vecinos, para ampliar su consulta. Como consecuencia de esta compra, Aguilar se quedó con el garaje de la casa, que daba al jardín del palacio y en 1915 invitó a su amigo, el pintor
Julio Romero de Torres, a instalar su estudio en la cochera, uso que se mantuvo hasta 1929.
Aunque Aguilar murió en 1934, la Compañía Dental Española permaneció en el inmueble hasta 1946, año en el que fue vendido a una empresa de ingeniería, Construcciones Civiles S.A. que compró tanto el palacio como el edificio anexo. Cuatro años después, sin embargo, el conjunto de edificios fue adquirido por la
Sociedad General de Autores de España, como se llamaba entonces la entidad que presidía el maestro
Jacinto Guerrero. La firma de la escritura se hizo el 8 de marzo de 1950 y se pagó por ambos inmuebles 4.975.000 pesetas. La SGAE le encargó la reforma del palacete al arquitecto
Carlos Arniches y en 1968 se contrató a
Casto Fernandez Shaw y
José María Yarnoz Orcoyen para que proyectaran el edificio de oficinas sobre el solar que había ocupado la casa dedicada a consultas.
Coincidían de esta forma una institución que había sido creada en 1899 como Sociedad de Autores Españoles, con el fin de defender los intereses de autores dramáticos y líricos, con un edificio que se había construido en la misma época. Para entonces la SGAE ya era una institución con mucho peso y no tenía nada que ver con la Sociedad de Autores Españoles, que el 16 de junio de 1899 habían fundado varios autores liderados por el compositor
Ruperto Chapí y el periodista y escritor
Sinesio Delgado, para defender la propiedad intelectual, de acuerdo con los postulados acordados en el convenio de Berna de 1886.
Un arranque difícilLos principios fueron muy difíciles pues la costumbre era que los autores vendieran sus derechos a los editores que les pagaban un tanto alzado por sus obras, de las que no volvían a percibir nada más. Muchos de ellos habían firmado, incluso, un contrato de por vida con lo que estaban imposibilitados de trabajar con otros editores. El éxito alcanzado por Chapí le había permitido eludir obligaciones contractuales de este tipo por lo que decidió poner su obra a disposición de esta nueva sociedad. La fórmula que la nueva asociación escogió fue hacer socios a los autores noveles que no habían firmado contratos en exclusiva e invitar a los autores consagrados a firmar sus obras con autores noveles que ya eran socios de la nueva entidad. De esa forma, las obras realizadas de forma conjunta no solo quedaban en manos de los editores sino también de la sociedad.
"Esta estrategia acabó muchas veces en los tribunales pero, poco a poco, la asociación consiguió defender los intereses de los autores y ello hizo que creciera el número de asociados", cuenta Jassa. "Como la sociedad entregaba además con más rapidez los papeles de orquesta que se solicitaban, los teatros empezaron a preferir la sociedad. Finalmente el editor más importante de la época,
Florencio Fiscowich, terminó vendiendo a la asociación los derechos sobre sus obras, lo que hizo que otros editores siguieran su ejemplo y dejaran en manos de la asociación la gestión de los derechos de la práctica totalidad del repertorio del teatro lírico"
Hoy, el
Centro de Documentación y Archivo de la SGAE, que tiene su cuartel general precisamente en el sótano del palacio Longoria, posee más de
10.000 zarzuelas, repartidas entre Madrid, Barcelona y Valencia, si bien el volumen principal esté en este palacete. La SGAE puede presumir de contar con 2.000 manuscritos originales y 45.000 libretos. Asimismo cuenta con unas 30.000 partituras de música sinfónica, de cámara, bandas sonoras de películas o música para ballet, y 40.000 partituras de música comercial de mediados del siglo XX. Entre los archivos adquiridos, donados o legados figuran los de Conrado del Campo, Pablo Luna, Eduardo Marquina, Francisco Alonso, Manuel Blancafort, Antonio Buero Vallejo, Jaime Salom, o Waldo de los Ríos.
Otra curiosidad es la forma en cómo se cobran esos derechos por la reproducción de una obra lírica que se interpreta en un teatro. Al igual que se hacía a principios del siglo XX, cuando una sala sinfónica o un teatro lírico quiere representar una obra, solicita de la SGAE un número determinado de partituras para violín, viola, contrabajo, etc. y la SGAE les alquila bien una reproducción de los originales si la obra no se ha representado o no existen papeles de orquesta o las partituras que ya tiene reproducidas -antes de forma manual, ahora reprográficamente- que tienen el atractivo para los intérpretes de contar con las anotaciones que han ido añadiendo los músicos en cada representación. Acabada las representaciones, el teatro ha de devolver las partituras que se guardan.
En las cientos de cajas colocadas en los armarios lo mismo se puede encontrar el manuscrito de
Cádiz, de
Chueca y Valverde, o las correcciones que
Moreno Torroba hizo en
Luisa Fernanda. Es sin duda el gran tesoro que guarda este edificio, un inmueble que fue, declarado Bien de Interés Cultural en 1996, y que en la última reforma de 1992, con proyecto de
Santiago Fajardo, recuperó sus colores y elementos originales, gracias a la retirada de los añadidos que a lo largo de los años habían modificado la imagen de este palacete centenario.
Ver fotografías del palacio de la SGAE