Resulta difícil en estos momentos encontrar un personaje tan enraizado en Madrid, como Nati Mistral. Nacida en el mismo barrio donde nació el patrón San Isidro; devota de las Virgen de la Paloma; castiza de armas tomar, defensora de las tradiciones de esta villa y corte, abanderada de su ciudad por todo el mundo que ha recorrido. A su Madrid, que no se lo tocara nadie, si no era para reconocer sus bondades. Mujer de raza; clara como el agua de la Funtecilla; chulapona de zarzuela; manola de postin; nacida para decir verdades como puños, o como alcachofas, como solía decir. Llamaba a las cosas por su nombre, aunque no gustaran los nombres de ciertas cosas. En ese conjunto de virtudes vivía una mujer entrañable, amiga, abierta y sensible, especialmente con los dramas humanos, e insensible cuando juzgaba la gestión de los políticos, ya estuvieran a la derecha o la izquierda de sus convicciones.
Pero es que además de todo esto, Nati era una artista de las que marcan una época. Sobre las tablas de un teatro llenaba con su presencia el escenario. Dramática, conmovedora, rompía sensibilidades cuando declamaba, como lo han hecho pocas actrices en este país; su voz era clara, rotunda, profunda. Recuerdo su actuación genial, irrepetible, en la obra de Cervantes “La gracia que no quiso darme el cielo”. Pero el cielo le dio también la gracia de cantar de forma admirable, una faceta en la que Nati estuvo entre las mejores voces de la historia de este país. También el cine se enriqueció con esta mujer desenvuelta y polifacética.
Dialogar con ella era una delicia. Salpicaba la charla con anécdotas personales increíbles. “Nati -le dije en cierta ocasión- has tenido una vida apasionante, que da para que escribamos un libro, también apasionante”. Y me respondió sin vacilar: “Querido Ángel, un libro tiene que ser auténtico, contar todas las verdades, y en mi caso hay verdades que no puedo contar”. Sé cuáles eran esas verdades, y comprendo su prudencia, pese a lo cual, la pasada Nochebuena, en compañía de nuestro común amigo, José Gabriel Astudillo, fui a visitarla a la residencia donde se encontraba, después de haber sufrido un ictus, y se lo recordé. Me dijo: “Ya veremos, Ángel, primero tengo que recuperarme, que no puedo mover la parte izquierda de mi cuerpo”. Tenía paralizados el brazo y la pierna, pero de ninguna manera su capacidad de improvisación, su humor, a veces sarcástico, sus ganas de vivir, a pesar de repetir que ya era hora de que Dios se la llevara de este mundo, pero en el fondo, estoy seguro, ella no quería irse, porque estaba llena de vida, de inquietudes personales, de curiosidades por todo lo que ocurría a su alrededor, como así lo demostraba cada tarde de los jueves, durante los años que participó en la tertulia semana de Madrid, en la COPE, que tuve el placer de dirigir, con Nati como tertuliana de lujo.
Se ha ido despacito, en silencio, aprovechando que en el mes de agosto se molesta menos a los amigos, aunque, en cualquier época del año que se nos hubiera ido, para sus amigos hubiera sido un momento inoportuno, porque no estábamos preparados para que se nos fuera a un viaje sin retorno.
Desde el cariño que siempre la he profesado, pero sobre todo, por su condición de artista que ha marcado una época en varias facetas, madrileña universal, espero del Ayuntamiento de su ciudad que a tenga bien poner el nombre de Nati Mistral a una calle de la villa y corte. Méritos tiene de sobra para formar parte de ese callejero que es parte esencial de la memoria de Madrid.