El estado de alarma, por el zarpazo del coronavirus, ha hecho que una parte de la ciudad, de sus habitantes, haya desaparecido de la faz urbana. La calle también es territorio prohibido para la “gente fea” de la sociedad madrileña, y de ella han desaparecido figuras icónicas, con rostro humano, ancladas desde hace ya mucho tiempo en el paisaje de Madrid.
Ya no se ve en los zaguanes y soportales a los sin techo, porque ahora la calle es, para ellos también, más peligrosa que nunca. Han desaparecido los mendigos, que con el estado de alarma han perdido sus míseros puestos de trabajo en las aceras y a las puertas los centros comerciales. Ya no hay semaforeros intentado limpiar los parabrisas de los coches o vender pañuelos. Ya no están los drogadictos en aquellos lugares al aire libre donde compraban, vendían y se metían en vena un “pico”. Y han desaparecido de los polígonos industriales y de algunos descampados del extrarradio las prostitutas, que ejercían la actividad en la calles, porque ya no pueden estar ahí, y aunque se les permitiera, no habría clientes arriesgándose al contacto físico. Así es el amor comprado en los tiempos del cólera.
Los sin techo, mendigos, semaforeros, trapicheros y prostitutas no tienen derechos laborales, recursos para sobrevivir, y ahí deben estar las instituciones públicas, para no dejarles abandonados a su suerte, en la trastienda del estado de alarma.
Dicen que momentos críticos como los que estamos viviendo, el ser humano saca lo mejor de uno mismo y, a veces, también lo peor. Se puede apreciar estos días el aumento considerable de excrementos caninos abandonados en las calles, jardines y plazas. Algunos propietarios de perros, hacen gala de un incivismo impropio de una sociedad civilizada, y aprovechando la soledad de la calle, el que nadie les ve, dejan tiradas las cacas de sus animales, esas que de ordinario recogían cuando no estaban solos en el espacio urbano. Lamentable.