Se despidió el Calderón de Europa y lo hizo a lo grande, como antaño, entre lluvia, rayos y truenos como en el día de San Fermín del 82, como si hubiera querido rememorar, en un amago, la mitológica tormenta del concierto de los Rolling de hace ya cerca de 35 años. Se despide en medio de la tormenta como un galeón resignado, listo para partir hacia la ruta fantasmal de la eternidad. No es de extrañar no en vano Simeone tiene algo del bucanero que arenga -¡rayos y truenos!- desde el alcázar a su tripulación entregada. Pronto el Calderón apagará sus luces y dejará de ser el faro que hacía iridiscente al Manzanares. Un trasto más para el desván de nuestra memoria. Cuando los viejos niños hurguen en él y rescaten el álbum de cromos se encontrarán con las gastadas efigies de sus ídolos rojiblancos, aún lozanos en la celda empapelada del pasado. Ellos mantendrán allí aún su compostura, brazos en jarra, mirada confiada y joven; una sonrisa de complicidad hacia la ilusión del aficionado. Ese coleccionista de edad indefinida e indefinible que un día pegó ese cromo con emoción en ese álbum, museo sagrado de tantas infancias. Lo haría tal vez con aquel ungüento llamado engrudo que servía para una urgencia a falta de pegamento…y medio. Tras la altanera estampa del futbolista, solía aparecer en muchas de aquellas colecciones, allá al fondo, un trozo del graderío, un retazo de césped que le hacía inconfundible como si mostrara un país de origen, la tierra a la que pertenecía. En el cromo, permanecerá pues el rostro, la camiseta, la mirada cómplice, todo lo que sostiene la mitología. Pero ya no estará el paisaje modesto, ese rincón entrañable que lo hacía reconocible y auténtico porque, cuando el Calderón apague sus luces, las nuevas tormentas solo iluminarán un descampado, sea lo que sea aquello que se construya en su lugar. De momento ahí quedará varado un tiempo hasta que la piqueta haga su trabajo.
En su despedida de largo, nos ha dejado unas semifinales de Copa de Europa para el recuerdo, con esa afición del Atleti que parecía creer que el partido iba a empezar de nuevo, como revivida por el embrujo de esa lluvia repentina y furiosa. Con un Madrid extraño en el que conviven varios equipos distintos, con jugadores como Benzema que de pronto regresan a travesuras imposibles de infancia como si no existieran líneas en el campo y jugara en la playa, en el filo de la orilla de mar. Fue una despedida pero también un punto de partida. También para el Atlético, un equipo siempre dispuesto a empezar de nuevo, sostenido por la fuerza descomunal de una afición alucinada y alucinante y por supuesto para el Madrid, otra vez en una final retadora en la que Zidane, el hombre de cabeza y sonrisa de príncipe egipcio se las tendrá que ver esta vez con la precisión de cirujano plástico de Allegri que ha revivido, impoluta, a la Juventus. Sí, ha sido una semifinal de tormenta en el Calderón. Una tormenta que trajo muchos recuerdos y que esta vez sonó como un himno de despedida. La de hace cerca de 35 años se vivió en la convalecencia de terrores deportivos –el Mundial de Naranjito- y la de este año al menos se produce en víspera de que un equipo de nuestra ciudad se presente de nuevo a la gran reválida del fútbol europeo.