A la misma ahora en que el Madrid conseguía su tercer gol ante la Juve, en Turín el miedo a morir sustituía de pronto a la tristeza de la derrota deportiva, haciéndola cruelmente nimia. Miles de personas congregadas en la Plaza de San Carlo para seguir la final creyeron vivir la peor de sus pesadillas. Las que asolan últimamente a tantos ciudadanos libres. No ya en los territorios segados por la guerra, sino en cualquier lugar elegido para una celebración, para una fiesta, para cualquier rito humano sobre el que el terrorismo pone su dedo sangriento. Malos tiempos cuando sentimos miedo más que nunca no sólo por lo que ocurre sino por lo que tememos que pueda ocurrir. La estampida humana en la plaza de Turín pudo haber sido una tragedia terrible enraizada, en un bucle siniestro con el fútbol, con otra avalancha en la que también estuvieron los hinchas juventinos. La final de Heysel del 85. Algo que hubiera marcado para siempre la felicidad de la celebración madridista tras su jubilosa exhibición. A veces la tragedia se aferra a la historia y se hace ávida por anidar en las fechas de otras tragedias y de otras infamias.
Lo peor es que esto ocurría casi al mismo tiempo que, otra vez en Reino Unido, en la noche de Londres, el terror acechara a traición a poco más de doscientos kilómetros de distancia de la capital galesa. Nunca se sabe con certeza dónde anida la alimaña. El terrorismo es un depredador que suele aparecer donde menos se le espera. De nuevo, la brutal cobardía de estos jinetes del Apocalipsis subidos en vehículos como mortajas dispuestos a destrozar cuerpos inocentes. Vivimos tiempos terribles en los que todos somos presuntas víctimas. En los que cualquier celebración, cualquier encuentro humano se puede topar con la inhumana indiferencia de los terroristas. Y por mucho que queramos sentirnos protegidos, aislados, no podemos estar a salvo de la sobrecogedora facilidad con la que se activa la muerte. Nadie debería tener miedo a coger un avión, a saltar y cantar alborozado por un triunfo deportivo y luego saber que vas a poder regresar a casa y descansar feliz por la victoria o triste pero aun orgulloso por la derrota. Esa es la paz. La que bendice la democracia. La que nos hace libres. Y sin embargo quien más quien menos, soporta en los últimos tiempos la congoja, el estremecimiento pasajero, la incertidumbre de no tener la seguridad de que se pueda volver sano y salvo.
¿Qué hacer? ¿Claudicar, esconder acaso, nuestras costumbres, los protocolos de vida frente a la sombra ciega de la muerte? En ningún caso. Pero será una batalla difícil, en la que también sufriremos el acoso de los oportunistas que pretendan manipular el miedo legítimo del ciudadano, dirigiéndolo hacia sus intereses. Pase lo que pase, ahora más que nunca, la responsabilidad de la clase política debe complementar y ser el soporte de la eficacia y el esfuerzo de la acción policial. Y no podemos mientras tanto confundirnos de enemigo. Los terroristas no pertenecen a ninguna raza más que a la de los desalmados.
Nadie pudo celebrar la victoria mirando al cielo de Cardiff en un estadio simbólicamente llamado Millennium. Tampoco el que buscaba consuelo. Por primera vez en la historia, la final se disputó a cubierto. Cuando podamos celebrar cualquier acontecimiento sin que tengamos que tapar cielo alguno, sea el de Cardiff, el de Manchester o el de cualquier lugar de este mundo, como fue antaño, como debería de ser siempre, sabremos entonces que todos hemos ganado la batalla. Mientras tanto, vivir. Aunque para mirar a ese cielo todavía tengamos que entornar los ojos.