La cervantina es un virus que se inocula al espectador que lee o presencia obras de Cervantes. La lectura como liberación, como fuente de vida y cultura. Ron Lalá mete ese concepto con suma gracia y con un ritmo endiablado que no deja respiro al público. Para ello se sirve de unos complementos de vestuario mínimos y de un atrezzo divertido y práctico. No necesitan de gran aparataje escénico para transitar de una localización a otra. Pero esa economía de recursos teatrales solo se logra con un riguroso proceso de depuración. Así consiguen que los hombres encarnando a mujeres no sean grotescos. No olvidemos las limitaciones que tuvieron hasta principio del XVII las mujeres para subirse a los escenarios. Miguel Magdalena y Daniel Rovalher son, respectivamente, Leonora y Preciosilla. Sus composiciones son divertidísimas sin intentar ocultar en ningún momento su masculinidad. Estos dos actores, e Íñigo Echevarría, Álvaro Tato y Juan Cañas, se multiplican en cada situación. Especialmente brillante, dentro de todo el espectáculo, es la adaptación de ‘La gitanilla’. Avanzada ya la representación van dejando de lado el aspecto más jocoso de Cervantes para profundizar en su filosofía vital, en su visión de España, de los españoles y del poder. Y no nos diferenciamos tanto de nuestros antepasados de hace cuatro siglos.
El día que presencié ‘Cervantina’ el público que llenaba absolutamente el teatro, aclamó durante cinco minutos a los artistas. Solo van a estar hasta el 6 de febrero y las entradas ya escasean. No me extrañaría que volvieran la próxima temporada.
Solo una pega. Creo que la amplificación perjudica al espectáculo. Está bien como apoyo en los momentos de canciones para que los instrumentos no tapen a las voces. Pero estos actores son capaces de actuar sin micrófono y en este teatro no tendrían el más mínimo problema. Alguno, como Echevarría, tiene una voz tan potente que la amplificación le resta claridad a sus parlamentos.