Ernesto Caballero afronta una refundición de las comedias bárbaras de Valle Inclán con un espectáculo que titula Montenegro. Han pasado más de veinte años desde que José Carlos Plaza abordara un proyecto colosal -también para el CDN- que consistió en representar las tres comedias: Águila de blasón, Cara de Plata y Romance de lobos. Algunos días se ofrecían las tres seguidas, constituyendo una gran experiencia y, seguramente, el mejor trabajo de Plaza.
El actual director del Centro Dramático ha sido menos ambicioso. Sobre la base de Romance de lobos, introduce los personajes de los otros dos dramas, sin dejar de tener como eje la imponente figura de don Juan Manuel Montenegro (Ramón Barea). Su figura crepuscular nos muestra una especie de señor feudal gallego -con resonancias universales- con una dignidad y unos ciertos principios que sus descendientes, los lobos, no poseen. Tienen en común, eso sí, la crueldad, la falta de respecto por las mujeres y por la vida ajena. Pero don Juan Manuel, como el Rey Lear, acabará devorado por sus hijos y deambulando por sombríos parajes.
No es pequeño el esfuerzo y su puesta en marcha justifica la existencia de un teatro nacional capaz de llevarlo a cabo. Con más de tres horas de representación, el espectáculo tiene dos partes perfectamente diferenciadas y con resultados distintos. En la primera vemos un espectáculo poderoso, brillante en ocasiones. En la segunda, con Montenegro errabundo, el tiempo va pesando porque las situaciones se repiten y porque el desenlace parece que nunca va a llegar. Queda clara la frustración del patriarca, pero nos la repite en varias ocasiones.
Caballero opta más por el feísmo que por el esperpento. Este es un espectáculo lóbrego, tanto en la luz como en el vestuario. Y la violencia verbal de Valle, sus diatribas contra todo lo que se movía, queda un tanto desvaída. Acierta el director en momentos como el discurso a los mendigos instándoles a la rebelión. Y la pintura que hace de Sabelita, siempre dubitativa y dispuesta a caer en el pecado. Como Plaza en su montaje, se decanta Caballero por el humor en la visión que tiene doña María. En el montaje de aquel, el Santo Niño (Jorge Roelas) aparecía en escena patinando alrededor de la gran Berta Riaza. Ahora sale colgado y también provoca risas.
Se desarrolla la representación en un espacio único, con un gran puente como fondo. Tiene tres ojos -las tres obras- y sirve de enlace entre los distintos ambientes, que se pergeñan con unos pocos elementos de atrezo. Para realzar el carácter épico del empeño, dos músicos interpretan en directo la banda sonora.
Está bien encajado el reparto y no aparecen fisuras entre los intérpretes de distintas generaciones. Caballero no se ha decantado por hacer una nómina de estrellas, sino de actores solventes. Con Barea omnipresente, los demás giran siempre a su alrededor. Los hermanos forman un cuerpo compacto, una manada como sugiere el título. Por sus personajes, algunos actores se lucen un poco más, pero no es montaje de divismos, salvo el del protagonista.
Valle Inclán siempre es un reto para el teatro. Y siempre tiene - y tendrá- defensores y detractores. Como todos los grandes autores, cada lector, o espectador, nos forjamos en nuestra mente el mundo valleinclanesco, que no suele coincidir con el de los directores.
Pero arriesgarse a realizar montajes como éste, ya es por sí meritorio. Lo raro sería que no provocara división de opiniones.
Por cierto: recordamos a los menores de 30 años que, media hora antes de comenzar las funciones, pueden encontrar las localidades no vendidas a precios muy, muy económicos. Tanto en el Valle Inclán como en el María Guerrero.